Una vez al mes, la tarde de un domingo, cuatro parejas con niños nos juntamos en el barrio de Canillejas. Los niños juegan con algunos de los padres y el resto nos reunimos en una sala, con pequeños que se acercan de vez en cuando a tomar teta, o a recibir las caricias de mamá porque se ha caído y se ha hecho daño. Compartimos momentos vitales parecidos, todos con niños pequeños, y compartimos una misma vivencia del mundo del trabajo y un camino de fe militante.
Yo he de confesar en primer término, que a priori, siempre me da una pereza terrible movernos (vamos todos en familia) hasta allí. Pero, después, salgo a las ocho de la tarde con las pilas cargadas para continuar, al menos, la semana siguiente. Revisamos nuestra vida (que es la vida con los demás: en el barrio, en el trabajo, en el sindicato, en la asociación de vecinos, en el AMPA... con Juan, con Marisa, con Chema...) y escuchamos los testimonios obreros y cristianos que nos lanzan a compromisos concretos con la gente con la que estamos.
Tengo mis alti-bajos y a veces no valoro la maravilla de tener este grupo de amigos, de militantes que son los que me empujan de nuevo hacia la vida para participar en la construcción de otro mundo más justo: otra educación, otro mundo laboral, otra forma de relaciones humanas...
Una vez al año solemos hacer una parada de fin de semana, todos en familia, y a una de esas paradas pertenece la imagen superior (visitando un castillo de un pequeño pueblo salmantino llamado Ledesma).