Llega un momento en el que uno se acostumbra al día a día, a lo de siempre, y sobre todo a recibir críticas o a no recibir nada. Pero en un momento dado el otro viene y se acerca a ti y te susurra con complicidad una palabra dulce, de esas que te ponen los pelos de punta, de esas que te levantan el ánimo durante un buen tiempo. Entonces, uno se da cuenta de que también ha perdido la costumbre de decir palabras dulces, que se ha ido construyendo un caparazoncito alrededor de sí y se ha olvidado de la importancia de hacerlo. Un reto más en mi vida: decir más palabras dulces, que no empalagosas, de las que sobresaltan al otro, de las que entusiasman, de las que suenan a poesía, de las que son especiales y específicas para el otro.